Las personas que huyeron de Tigray
Hace solo unas semanas trabajaban como doctores, maestras, artistas. Una pareja se acababa de casar. Entonces llegaron los disparos y las bombas.24 de diciembre de 2020
The people who fled Tigray
Photos and text by Will Swanson
24 December 2020
En noviembre y diciembre más de 50.000 personas han escapado de la violencia en la región de Tigray, en el norte de Etiopía, en busca de seguridad del otro lado de la frontera con Sudán.
Caminaron hasta remotos pasos fronterizos, agotados pero aliviados después de recorrer grandes distancias a pie por terrenos de gran dureza. Muchas de las personas que huyen son mujeres, niñas y niños que a menudo escapan solo con lo puesto.
El flujo constante de nuevas llegadas superó en un primer momento la capacidad actual de las agencias humanitarias para prestar asistencia, y los esfuerzos por ayudarlos no han hecho más que empezar. Entre las necesidades más urgentes destacan alimento, agua, alojamiento, saneamiento y atención sanitaria.
Las vidas de las personas que han huido han quedado destruidas. Ninguno pensó nunca poder ser refugiado y tuvieron que dejar atrás toda una vida de inversiones, trabajo duro y familia.
Estas son sus historias.
El médico
“Tenía un muy buen trabajo. Vivía en paz y estaba donde quería estar”.
—Daryelowm, de 40 años
“Empezamos trabajando desde una casa, utilizando trozos de papel desechado para anotar el historial de los pacientes”, comenta. Más tarde el Gobierno de Sudán nos proporcionó suministros.
Daryelowm estaba en medio de un día normal de trabajo cuando todo cambió en Tigray. “Era un día con mucha carga de trabajo cuando de repente escuché las explosiones: ‘¡boom boom boom!’ Oímos que civiles habían sufrido heridas como consecuencia de los bombardeos”, recuerda.
Cuando los ataques se intensificaron, él fue uno de los cientos de personas que abandonaron la ciudad. “Las personas se iban sin nada, salían corriendo para salvar la vida”.
Viajaban en tractores y cruzaban la frontera hacia Sudán. Al día siguiente se puso manos a la obra con su equipo de voluntarios para tratar a cientos de personas. Las dolencias más comunes son malaria, neumonía y tifus. Son muchas horas con escasos recursos. Pero no está dispuesto a rendirse.
“Tenemos que luchar hasta el final. Así no podemos dar una atención de calidad, pero podemos aportar algo: un cuidado básico a las personas que se encuentran aquí”, dice.
La maestra
“Construir una generación a través de la enseñanza es una gran responsabilidad. Estoy orgullosa porque puedo dar forma al futuro”.
—Ngesti, de 28 años
Tras acabar con sus tareas, todos los días imparte dos clases a las 8:30 y a las 15:00 en tigriña, su idioma materno, para los niños y niñas del campamento. Cuando se produce un reparto de alimentos tiene que esperar en fila para recibir las raciones de su familia, lo cual afecta al desarrollo de las clases. Hoy su hija Adiam está enferma con un trastorno estomacal que Ngesti achaca al agua o a alimentos en mal estado.
“La vida era buena, teníamos una vida plena. Pero ahora estamos aquí”, dice Ngesti, que lleva nueve años desempeñándose como maestra.
El comienzo de las hostilidades lo cambió todo.
“Estábamos en casa cuando nos atacaron. Quemaron nuestra casa. Lo quemaron todo”, dice.
Está agradecida por la hospitalidad de los sudaneses y se ha ofrecido como maestra voluntaria para ayudar a niños y niñas.
“Cuando era niña quería ser maestra porque enseñar es una gran profesión”, dice. “Construir una generación a través de la enseñanza es una gran responsabilidad. Estoy orgullosa porque puedo dar forma a la generación futura”.
Ahora mismo lo que más necesita es que los voluntarios reciban apoyo.
“Necesitamos mejores servicios; necesitamos ropa y alimento. Si no podemos comer, ¿cómo vamos a ayudar a estos niños?
El artista
“Trabajar con las manos me relaja, hace que el tiempo pase y me ayuda a pensar en otras cosas”.
—Futsum, de 25 años
No tiene mucho ya que huyó solo con la ropa que llevaba puesta: una camiseta azul, unos jeans y un gorro rojo. Lo único que pudo llevar consigo fue un paquete de galletas y una botella de agua.
Al no disponer de ninguno de sus materiales de artes plásticas, Futsum ha empezado a utilizar lo que encuentra a su alrededor (recortes de metal, materiales de construcción y una máquina de soldar usada) para tallar esculturas en piedra y madera. “Me ayuda a calmar la mente”, dice Futsum, que se siente ansioso y en ocasiones deprimido como consecuencia de su desplazamiento.
Nos explica que no hace películas por dinero, sino para educar a la gente. “Mis películas hablan de las tragedias y la muerte, con el mensaje de que nada bueno puede salir del del asesinato”, dice. “Tratan sobre cómo las personas racionales pueden resolver sus problemas”.
Le gusta enseñar sus esculturas a los demás. Pero más que nada, ansía volver a casa. “Quiero volver y dedicarme a mi arte. También quiero seguir haciendo películas. Hay quien ha olvidado de dónde viene y yo quiero rodar películas que se lo recuerden”, dice con una sonrisa.
Los recién casados
“Aquí estoy un poco deprimido porque estamos muy preocupados por nuestra familia. Pero al menos estamos bien y lejos de la guerra”.
—Fusuh, de 24 años
“Oímos los enfrentamientos alrededor de la ciudad y, de repente, fuertes disparos desde la azotea de nuestra casa con chispas y metralla por todas partes”, dice; un trozo de metal del tejado lo hirió en la espalda. “Tomamos lo que pudimos y corrimos para salvar la vida”.
En Um Rakuba han levantado un pequeño alojamiento hecho de hojas y tallos de sorgo junto a un gran baobab”. En él guardan sus pertenencias limpias y bien organizadas. Hellen prepara café para los visitantes que vienen constantemente a saludar a la popular pareja.
Entretanto, Fusuh ha comenzado a trabajar como voluntario en la clínica local gestionada por Médicos Sin Fronteras junto con otros médicos y enfermeros con los que trabajaba en su ciudad. Se desempeña en la unidad de triaje, donde ayuda a decidir qué pacientes necesitan tratamiento urgente.
Aunque su futuro es incierto, la joven pareja es generosa y se preocupa por las personas que la rodean; hacen todo lo que pueden para mejorar su difícil situación y la de su comunidad.
“Aquí estoy un poco deprimido porque estamos muy preocupados por nuestra familia. Pero al menos estamos bien y lejos de la guerra”, dice Fusuh.
La mujer de negocios
“Dos semanas después de llegar a Um Rakuba sigo con la misma ropa que llevaba cuando huí de Etiopía”.
—Meserei, de 23 años
“Una persona vino y me dijo que gente armada venía a matarnos, así que salí corriendo”, dice.
No tuvo tiempo de pasar por casa para ver cómo estaban sus padres y sus dos hermanos pequeños. Corrió para salvar la vida buscando la seguridad del otro lado de la frontera.
“Me fui sin nada: ni comida, ni bolsas, ni ropa. Dos semanas después de llegar a Um Rakuba sigo con la misma ropa que llevaba cuando huí de Etiopía”.
Al principio Meserei no conocía a nadie, pero desde entonces ha hecho amistades con algunos de sus vecinos en el gran albergue temporal en el que se alojan las personas refugiadas cuando llegan. Duerme en un alojamiento con otros 50 hombres, mujeres, niñas y niños. Está preocupada por su familia porque no saben dónde están.
“La verdad es que no estoy bien. Echo de menos a mis amigos, a mi familia, toda mi ropa… ¡Aquí no tengo absolutamente nada!”
Espera que las cosas mejoren y que pueda volver a casa, seguir trabajando y ahorrar para apoyar a su familia.